Para pensar
PROVISIONALIDAD
De la evolución venimos. Evolución somos. Hacia la plenitud humana vamos haciéndonos cada día, en cada opción, en cada decisión libremente asumida. El hombre nunca está al final de sí mismo. Deviene hacia el horizonte, consciente de su infinita lejanía pero empeñado en salvar su infinita distancia. No somos un dato definitivo, sino un quehacer de nosotros mismos. Me dan miedo esos que aseguran estar de vuelta de todo. Simplemente han dado las espaldas al futuro y se encaminan contra el viento hacia un origen intangible, deshecho por el tiempo, inexistente por pasado. Se han enredado en su inmovilidad y se han suicidado con un ayer que ya no es nada.
Gregory Baun nos habla de la provisionalidad del conocimiento humano. La conciencia lúcida de esta provisionalidad empuja siempre hacia una búsqueda posterior. Nos demuestra la pobreza que somos y nos proyecta hacia cotas más altas. Si nos anclamos en esa pobreza y negamos su proyección, hemos renunciado al parto luminoso de una mañana para llorar la frustración de un ayer.
Las religiones tienden a cosificar al hombre imponiéndole una serie de verdades que no admiten discusión, profundización, investigación alguna. O se acepta el hermetismo de esas verdades o se está fuera de la confesión religiosa que las proclama. Concretamente el catolicismo (no así el cristianismo) obliga a la aceptación cerrada de ciertos dogmas, negando su profundización intelectual. Y fundamenta su cuerpo doctrinal en la revelación, en la infalibilidad papal y en una tradición no siempre fecunda y abierta, sino estática y entregada sin crítica intelectual alguna. Los tradicionalistas –venía a decir Ortega.- son los que aman el pasado en cuanto es pasado. Querer convertirlo en presente y futuro es pecar contra la temporalidad, empobrecerla y terminar negándola. Negar la temporalidad es destruir al hombre. Y a esa destrucción contribuye la Iglesia remitiendo la existencia humana a una inserción en la eternidad.
Benedicto XVI aprovecha muchas de sus intervenciones para condenar el relativismo. Y lo hace de forma llamativa cada vez que visita España. Ignoro por qué los pensadores españoles son más relativistas que los alemanes o los holandeses. Podríamos aquí citar nombres de ambas nacionalidades que nos han sacado mucha ventaja en esto de “inventar” el futuro doctrinal de la Iglesia purificando todas esas tradiciones acríticamente asumidas por la doctrina eclesiástica.
Poco que decir sobre la revelación divina y la infalibilidad papal. La concepción atávica de la mujer, la apropiación absoluta de la verdad fuera de la cual no hay salvación, la imposición de límites al desarrollo científico, la condena de una teología que vincula a los pobres como preocupación primordial del Dios hecho hombre, la exigencia del celibato concebido como gracia pero implantado en realidad como obligación canónica, la exaltación del sufrimiento que aplaca la ira de un dios concebido como necesitado del dolor humano, la muerte como decisión divina y no como plenitud intrínseca del hombre (por algo “morirse” es un verbo reflexivo). Podíamos seguir enumerando, pero es suficiente lo expuesto.
Lejos del teocentrismo, al hombre no le queda más camino que el relativismo que lo configura como provisionalidad itinerante. El hombre actual no acepta dogmas como imposiciones superpuestas a su condición intelectual. Tiene por el contrario la conciencia clara de su existencia como buscador incansable. Esta tarea de búsqueda no puede darse más que desde la asunción de una provisionalidad que le lleva a considerar cada encuentro con su mundo como una relativización que lo sitúa en el camino hacia una plenitud.
La postura estática de la Iglesia la lleva a que el hombre actual la considere un residuo fosilizado del pasado.
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