La década drogada

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El sociólogo Eduardo Fidanza, refiriéndose al kirchnerismo, sostuvo hace poco que el gobierno termina envuelto en una cultura del espectáculo y del consumo similar a la del menemismo, y que se vale, igual que aquel, del “monstruo amable”, una recreación hipermoderna del pan y circo.
“La idea es que el consumo y el espectáculo adormecen la conciencia emancipadora que la izquierda representó históricamente”(1), escribe Fidanza. La tesis es del italiano Raffaele Simone, inspirado en Tocqueville, quien temía que el bienestar económico derivara en un conformismo. El sociólogo argentino agrega: “En otras palabras: que el Leviatán sancionador de Hobbes deviniera en un monstruo amable, cuya estrategia para hacerse obedecer fuera seducir, no atemorizar”(2).
La tesis de Simone se confirma en buena parte de nuestra sociedad. En los últimos años, muchos argentinos adormecidos por el discurso populista y consumista se han rendido a los pies de este seductor tirano desentendiéndose de los valores sociales. Fueron muchas las denuncias de hechos de corrupción de funcionarios públicos y muy evidentes los atropellos a las instituciones y a la prensa, pero no evitaron el triunfo del kirchnerismo en 2011 con el 54% de los votos. Billetera mata valores. El tan mentado “modelo” funciona con una parte del país disociado del resto, adormecido por el bienestar, las diversiones y las vacaciones, o más bien, alienados, como hámsters en una jaula, haciendo girar frenéticamente la rueda del consumo.

La década drogada

El consumismo y la frivolidad tinelliana (“plasma y caño”) no ha sido lo único que adormeció la conciencia de los argentinos. Frente a las “fallas” del modelo perfecto de la felicidad y ante la violencia brutal desatada en el país, los argentinos recurren cada vez más a la medicación para tapar los síntomas. Según la Confederación Farmacéutica Argentina (COFA), en una nota reciente que da cuenta del terrible incremento del consumo de psicofármacos en el país, la venta del ansiolítico más conocido, el clonazepam, aumentó casi un 106% entre 2004 y 2012. Esto, para referirse solo a las drogas lícitas, las que se venden en farmacias, antes llamadas con más honestidad “droguerías”.
Si hablamos de las otras, las ilícitas, en la última década la Argentina, con su territorio y Estado infiltrados por narcotraficantes colombianos y mexicanos, se ha transformado en uno de los principales países exportadores de cocaína. Hace rato que dejó de ser un país solo de tránsito para ser también uno de producción y de consumo: los sobornos del tráfico ilegal se pagan en especies que se venden acá, y las villas son su principal centro de distribución. Basta recordar casos emblemáticos, como el de la efedrina vinculado a los aportes a la campaña de CFK en 2007, el de los hermanos Juliá detenidos en Madrid con un cargamento de cocaína en un jet que despegó de Ezeiza, y los ajustes entre bandas a la luz del día. La espiral de violencia y de crímenes no se detiene, e incluye el ataque a la casa del gobernador de Santa Fe, Antonio Bonfatti, las amenazas al periodista de La Nación Germán de los Santos, y el asesinato de ciudadanos de a pie que se atreven a denunciar a los narcos, como Norma Bustos, a quien ya le habían matado a su hijo por el mismo motivo.
La droga se ha vuelto un trágico emblema de este tiempo, que bien podrá ser recordado como “la década drogada” o, si prefieren, la de la “pizza con coca”, ambas en el mismo delivery. Resulta simbólico, y tal vez no es pura casualidad, que tengamos una presidenta con serios trastornos anímicos por los que debe estar medicada. Los pueblos tienen los gobernantes que se les parecen.
Más que en un país medicado o adormecido por el bienestar, pienso que estamos en un país drogado, entendiendo “droga” en un sentido más amplio, como cualquier conducta o sustancia que nos desconecta de la realidad, individual y/o colectiva. Clínicos, psiquiatras, religiosos y especialistas sociales denuncian el brutal incremento de las adicciones en el país. A los hidratos de carbono, a las dietas y las cirugías, a la gimnasia, a la tecnología y las pantallas digitales, a los juegos electrónicos y los de azar en los casinos, al fútbol y los deportes por televisión, a las compras, al trabajo y al dinero; a la fama y al poder, síndrome que ya se estudia en las academias de medicina; a los vínculos afectivos; al alcohol y a las drogas: en los estadios, los boliches, las escuelas, los prostíbulos, las empresas, las redacciones…

Dolor y crecimiento

Cualquier adicción es un intento de escapar de una realidad que es percibida como amenazante, que genera ansiedad, angustia, miedo o dolor, y que parece insoportable. Cualquiera puede reconocerse en alguna de estas conductas en algún momento de su vida, pero si esto se transforma en la regla permanente y de toda una sociedad, habrá que preguntarse por sus causas y sus consecuencias.
La disociación se ha instalado en la cultura como una necesidad de la época y casi como un derecho que no se discute. Decididos a no sentir para no sufrir o no cuestionarnos, los argentinos, como los tres monos sufís, no vemos, ni oímos, ni hablamos.“Indolencia” según la RAE significa “que no se afecta o conmueve”, “flojo, perezoso”, “insensible, que no siente el dolor”. Las drogas y sus sucedáneos tienen un efecto placentero porque alteran el estado de conciencia del dolor, como cualquier anestesia. Nos adormecen y nos vuelven indolentes, inconscientes y desconectados del sufrimiento. El mayor problema es que al anular el sufrimiento se pierde el sensor de la verdad y, con él, la posibilidad de buscarle un sentido a ese dolor, que es el principal estímulo para el cambio. Crecer duele, pero no hay otra. No hay atajos.
Tal vez sirva darse cuenta de que el “monstruo amable” tiene mil caras y formas de engañarnos y esclavizarnos, pero en definitiva, “la inconsciencia es el único mal”, como dice el jesuita Anthony de Mello. Por eso, para él, “el dolor es un buen momento para despertar”. Es indispensable y urgente despertar del letargo en el que estamos, dejar de mentirnos, tomar conciencia de la realidad y hacer el duelo, es decir, “dolernos” por nuestro fracaso como sociedad, empezando por la decadencia moral que nos rodea. Y empezar a cambiar.
Dios no tiene sucedáneos ni acepta ser reemplazado por nada ni nadie. Y siempre nos busca para llevarnos hacia la verdad, aun a través del dolor. Porque esa conciencia emancipadora que desde tiempos inmemoriales busca el ser humano –y que encarnaron los movimientos progresistas– no es de izquierda ni de derecha, sino “de arriba”, porque la liberación que busca el alma no se conquista con valores materiales sino, por el contrario, con la fuerza del Espíritu que nos permite la independencia de ellos.
(1) y (2). Eduardo Fidanza, “El monstruo amable del kirchnerismo”, en La Nación, 13 de septiembre de 2014.

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