Fr. Santiago Agrelo Arzobispo de Tánger


Lo escribí hace tiempo y lo expuse ante una asamblea conjunta de obispos y superiores mayores: El futuro del pueblo cristiano es Cristo. Sólo es cristiano quien es de Cristo, quien camina con Cristo y quien, bajo la acción del Espíritu Santo, es transformado en Cristo. Y este pueblo en camino y en proceso de transformación ha de ser necesariamente un pueblo con historia, un pueblo con memoria, un pueblo que necesita mantener viva esa memoria si quiere mantener definida su identidad. De ahí para él la 
necesidad de perseverar en la escucha de la palabra apostólica, en la
comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. Es siempre un reto
situar al pueblo de Dios en la historia de la salvación –seguimos
ignorándola-, devolverle la memoria de los hechos de Dios –memoria
sacrificada durante tanto tiempo a la virtud sagrada del latín-, y
afianzarlo en la identidad que sólo esa memoria y esa historia pueden darle.
Éstas me parecen cuestiones fundamentales en una Iglesia viva, esperanzada,
animada por el Espíritu del Señor.
Seguramente que se podrían señalar muchas y más necesarias líneas de acción
para el futuro de la Iglesia, aunque yo las resumiría en un sencillo
“devolver el tiempo a Cristo”. Lo dije en aquella misma asamblea conjunta:
¿Qué hemos hecho para que, al hablar de los cristianos, todos hablen de
«cristianismo»? ¿Qué hemos hecho para que la vida cristiana se haya
transformado en un sistema de «medios apropiados para realizar determinadas
funciones»? ¿Qué hemos hecho de lo cristiano para que lo veamos reducido sin
más a religión, a ideología, a sistema de ritos, a prácticas morales? ¿Qué
hemos hecho los cristianos para que se pueda hablar de «in-creencia
pos-cristiana» sin necesidad de que se haga pregunta alguna sobre Cristo?
Añadía entonces: Los cristianos nos hemos ocupado demasiado de la Iglesia,
de lo sagrado, de la religión, de la moral, de las instituciones, y nos
hemos ocupado mucho menos de Cristo el Señor -el Resucitado
que vive en nosotros-, del hombre nuevo que todos estamos llamados a ser en
Cristo -una humanidad de hijos de Dios, bendecida para crecer y
multiplicarse y extenderse por toda la tierra-. Mil voces más añadirían:
Hemos desfigurado la encarnación del Hijo de Dios, hemos obviado su
anonadamiento, su pobreza, su humildad, su predilección por los pobres.
Sólo si se conviene en lo fundamental, se hará posible, deseable, urgente y
necesario, admitir a trámite lo circunstancial, lo relacionado con el tiempo
en que vivimos, con la cultura a la que pertenecemos, con las legítimas
aspiraciones del corazón humano. Entonces, en la mesa de la comunión, se
podrá hablar de la mujer en la Iglesia, del celibato clerical, del lenguaje
de la fe, del ejercicio de la autoridad en la Iglesia, de pecados y de
utopías, de tristezas y esperanzas.
Fuera de la mesa de la comunión eclesial, sólo hablaremos de nosotros
mismos.

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